Por José Luis MarínWeil
Al romperse el paseíllo, la plaza entera se puso en pie. Tres aficionados que había sentados cerca de nosotros comenzaron a gritar su nombre en aquel homenaje que Linares le tributaba. Con pasión. Impulsados por ese espíritu de devoción inquebrantable a su torero, manteniendo una fidelidad que trasciende la retirada de los ruedos y se perpetúa para toda la vida.
Aquellos señores, al igual que toda la plaza, eran sus partidarios. Y José Fuentes los tenía a montones. Aficionados fieles a una forma de interpretar el toreo, donde la clase, el empaque y el temple eran sello de identidad de un torero con un concepto casi en las antípodas de la tauromaquia contemporánea que se viene imponiendo – en parte- en estas últimas temporadas.
Si Linares presume orgullosa de su extensa nómina de toreros de alternativa, él figura en lo más alto. Fue el manantial del que luego bebieron las fuentes del toreo linarense. Porque en Linares los toreros brotan cada cierto tiempo y nacen con naturalidad vocaciones toreras entre los linarenses. Muchos de aquellos matadores de toros, banderilleros, novilleros y tanta gente de Linares que siguió el brillo de su estela, lo auparon el pasado martes en su última vuelta al ruedo en el Coso de Santa Margarita, y sobre sus hombros, cruzó por última vez la puerta grande de la plaza de Linares al grito de ¡Torero!¡Torero! .Fue el homenaje postrero de los toreros a quien ejerció el supremo magisterio del buen torear desde la sencillez y la naturalidad en la plaza y en la calle.
He rescatado estos días una fotografía de mi infancia, cuando lo vi torear por primera vez. Seis o siete años en mi diminuto cuerpo y en mi precoz afición compartida junto a mi hermano. Mi padre, alentado por ese sentimiento de fidelidad hacia el torero del que siempre fue verdadero partidario, nos llevó hasta la emblemática plaza de toros de Mijas. Minúscula y limitada en su recinto, pero capaz de acoger a toreros tan grandiosos como él. Y allí, alejado de la opulencia del brillo de los trajes de luces y revestido con el sabor campero del traje corto y los botos color avellana perfectamente engrasados, quiso compartir el momento junto a esos dos niños rubios, que pasaban fácilmente por guiris veraneantes y realmente eran jiennenses como él.
Ese recuerdo marca toda una vida de aficionado. Y ahora, a la vuelta de varias décadas, mi tímida sonrisa infantil de aquella imagen vuelve a repetirse. Porque soy consciente que tuve el privilegio de ver torear a un torerazo irrepetible. Gloria a José Fuentes.
Publicado hoy en el Diario Viva Jaén