Por José Luis Marín Weil
Del bolsillo derecho de mi pantalón sobresalía la cabeza de un toro. Así era mi llavero. No lo llevaba por fuera para hacerme el chulo, sino simplemente porque en el interior de mi bolsillo se me enganchaba y rajaba la tela. Hasta en un llavero, los pitones de un toro pueden hacer un destrozo.
Un individuo, cuyo nombre he olvidado por el paso del tiempo y porque francamente no me caía bien, al ver ese llavero, me lo cogió repentinamente de un tirón fuerte y sin más contemplaciones me dijo a la cara:
-¡Hijo de la gran puta! ¡Me cago en tus muertos!
Así, sin más. Sin anestesia. Por la cara y a bocajarro. De aquello han pasado casi veinte años. Por entonces éramos adolescentes y yo ya escribía de toros en las páginas del Semanario “Nuevo Jaén”, y cuando uno de mis amigos le dijo eso al individuo en cuestión, subió más todavía el tono de sus insultos y el repertorio de los mismos.
Ahí fue cuando me di cuenta del odio y la obsesión que pueden llegar a tener aquellos a los que no les gustan los toros. Hasta entonces no me había sucedido algo tan surrealista como aquello: que me insultasen tan gratuitamente.
El tiempo y la vida me han demostrado que más allá de los gustos personales y las discrepancias existe este odio obsesivo. En mi caso, siendo además montero también, he recibido este efecto por duplicado. Con los años uno se acaba mal acostumbrando a convivir con esta realidad.
Pero la imbecilidad humana supera siempre todos los límites imaginables. Días atrás Inma Vílchez – cantante de Andújar- recibía en su casa una carta anónima con todo tipo de burradas mal escritas. Eso no es plato de buen gusto. Pero la carta traía consigo algo más: aquello que nuestro código penal en su artículo 169 y siguientes tipifica como amenazas. Y eso sí que no tiene un pase. Ni por bajo, ni por alto, ni de pecho.
Acciones como estas, por desgracia no son aisladas. En los últimos años han ido en aumento y cada vez se traspasa más la línea roja de la prudencia, la coherencia y sobre todo la libertad de los demás para deambular entre lo absurdo y la sinrazón. Y si no, que me expliquen qué daño ha hecho Miguel de Cervantes a la humanidad para acaben ultrajando su estatua. Reflejo de lo que lleva sucediendo años y años con todo tipo de simbología taurina en la vía pública.
Pues eso: cuando el odio y la obsesión se fusionan.