Por Salvador Santoro
Felicitado por la bravura de sus astados respondía, con socarronería, un afamado ganadero: “Gracias, los mansos están en el campo” y cuando la corrida le salía mala, se excusaba diciendo que los buenos se habían quedado en la finca. El introito, viene a decir que el toro de lidia puede – en el catavino del ruedo – hacer gala de su condición de bravo o, por el contrario, mostrar mansedumbre. El aficionado que se precie, siempre debe juzgar al torero en función del juego y comportamiento de su oponente, pero conviene aclarar algunos conceptos. Con frecuencia se confunde bravura (agresividad ofensiva de la casta) y movilidad, con genio (agresividad defensiva) y fiereza. La cualidad mejor del toro bravo es su duración y nobleza: fijeza ante el engaño.
De entrada indicar, que en estas cuestiones genéticas son decisivas: la selección de sementales, la tienta de hembras y, por supuesto, el encaste. En cuanto a la etología (comportamiento), el animal debe demostrar su “bravura” desde que sale – no “enterándose”, que es mal síntoma – por la puerta de chiqueros y arrancarse solícito a la llamada hasta rematar – con los dos pitones humillados – en los burladeros.
En los lances de recibo, el burel, embestirá al capote sin frenarse ni echar “las manos por delante”, repitiendo codicioso. La gran prueba es la suerte de varas, termómetro de la bravura, pues – en apotegma taurino – lo que haga en el peto lo hará después en la muleta; debiendo ir con alegría al caballo para empujar (metiendo la cara abajo), crecerse al castigo y “romanear”.
En el tercio de banderillas, ofrecerá buen tranco, sin cortar en su trayectoria. Al último tercio, ha de llegar con “transmisión” y recorrido; embistiendo humillado a la flámula y haciendo “el avión” por ambos pitones. Sometido pero con la boca cerrada y consumada la suerte suprema, no irá a morir al abrigo de las tablas. Eso es un toro “de vacas” que merecería el indulto. La antítesis sería el manso: abanto de salida o aquerenciado; dando arreones, “repuchándose” o huyendo de los picadores; esperando a los banderilleros y defendiéndose o topando en la franela y si, además, tiene peligro el calificativo es de “marrajo”. Llegado el caso – en mi opinión – es preferible ver un manso “pregonao”, que tiene su lidia (toreo “sobre las piernas” o “de pitón a pitón”), a un bicho bobalicón y cayéndose por la arena, que resulta denigrante e inadmisible.
Haciendo una digresión y antes del corolario, no renunciamos a comentar una curiosa expresión del vasto argot taurino: “pagar la bravura”. Entre profesionales y aficionados – se sobrentiende – que sería el resultado de restar al valor económico (precio) de un animal bravo (toro, novillo o vaca) en vivo y antes de lidiarse (en público o a puerta cerrada); el importe de las carnes “a la canal”, una vez desollada. Explicado queda.
Alegato final: frente al vejatorio sacrificio de una res en el matadero y aunque disguste (por desconocimiento) a los demagogos “antitaurinos”; la noble muerte a estoque en la Plaza de un toro – que haya sido bravísimo – vendiendo cara su vida, puede ser bella y hasta solemne.