Por José Luis Marín Weil
Las redes sociales tienen hoy día el poder de descubrir lo insólito. Destapar un secreto. Compartir para una multitud el privilegio de una minoría en tiempo real. Para bien y para mal.
Un vídeo del ganadero Javier Arauz de Robles toreando en el campo así lo atestigua y ejemplifica. Trasciende aquello que fue privilegio de unos pocos.
Suelo pensar que torear es mucho más que un simple verbo. Es, posiblemente, el ejercicio de libertad más intenso que conozco. Enfrentarte a tu propio miedo, superar tus límites y siempre por puro placer. Pasar miedo por placer.
Esas imágenes del ganadero toreando en su casa recientemente me retrotraen veinte años atrás. Un viaje a la memoria de aquel niño que fui. Lo recuerdo perfectamente citando muy larga a una becerra con una de esas muletas que solamente se ven en las plazas de tientas, mil veces remendadas con esparadrapo y algo deshilachadas por el paso del tiempo, pero impregnadas de una solera inconfundible. Y tras torear, sentado sobre su capote en el suelo, junto a la tapia y el caballo de picar. Así seguía el tentadero en “Burguillos”.
Más de una vez mi padre ha asegurado – incluso lo ha dicho en público- que a quien mejor vio torear en el campo siempre fue a Javier Arauz de Robles. El principal representante de aquellos ganaderos del campo bravo de Jaén que toreaban y torean: Manolo Valenzuela, Iñigo Garzón, Pedro Luis García – que en paz descanse- o más recientemente Antonio Torres hijo del propietario de “Los Rodeos”, entre otros.
En el caso de Javier Arauz su nombre llegó a figurar en muchos carteles de festivales en que se anunció como aficionado práctico, y muchos de ellos compartiendo miedos y sensaciones junto a nuestro inolvidable Antonio Palomo, cuyo último capote, muleta y ayuda custodio en casa por expreso deseo suyo tras regalárselo a mi padre como legatario de su pasión por torear en el campo, sin mayor pretensión que la de disfrutar.
Por eso y por mucho más esas testimoniales imágenes tienen el valor de representar algo tan auténtico como es torear en el campo para saciar de una forma tan intensa la pasión por los toros. O más bien por el toreo. Pero no sólo eso, también refleja el deseo a no renunciar a la propia identidad de uno, a aquello que nos hace sentir vivos, a pesar de los años y la salud.
La irresistible tentación de dar esos dos o tres muletazos y el de pecho que te ponen el cuerpo a mil revoluciones y siempre saben a gloria.
El aficionado práctico Antonio Palomo toreando en «Burguillos». Noviembre 1994